Eran las 11 de la mañana. La niña llegó a la playa con la familia y estaba muy contenta, no hacía más que sonreir. Adelantándose a los acontecimientos, sus ojitos de bebé anunciaban el juego con las olas, su postura de cigüeña, el contacto con la arena áspera y fría; acariciándola suavemente con sus piececitos. Y a lo lejos esa masa de agua incontrolada que a veces con su vaivén fuerte asustaba a la pequeña.
Entonces recurría a su tabla salvadora, su papá. Pasado un momento quería volver a jugar con las olas que se acercaban hasta ella; el sonido del agua se fundía con las risas que espontáneas salían de su boca, hasta que alguna ola inquieta saltaba más de la cuenta, la salpicaba en los ojos, boca y comenzaba a hacer pucheros y a protestar.
En su corta edad,6 meses, todas las experiencias eran nuevas y la expresión de su cara te decía si le gustaban o no y esta de la playa le encantaba.
Agosto continuaba con su implacable sol calentando la arena, hasta quemar los pies de los más atrevidos. La niña sintiendo la protección de sus padres sobre ella, seguía jugando ajena a todo lo demás que le rodeaba.
¡Vaya contraste con la entrada anterior!
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