lunes, 4 de mayo de 2009

TÍO MARTÍN

TÍO MARTÍN

Hombre de carácter fuerte y autoritario, de ideas claras, con voz potente, aunque de pocas palabras, campesino y un poco rudo, así era el Tío Martín. De estatura baja, delgado, muy moreno, de ojos verdes, azules, o grises, según la hora del día o de como te mirara. “Malmira,” así le llamaba su madre por este motivo.

En su juventud – me contaron – poseía tanta energía y ganas de trabajar que cansaba a quien estuviera a su lado, era muy difícil trabajar con él. Los problemas grandes los resolvía con tal destreza que parecía no costarle ningún esfuerzo. Tenía muchos y buenos amigos. Le querían y respetaban.

Le veíamos caminar cabizbajo y en la cabeza siempre un sombrero. La boca a menudo lucía una sonrisa indefinida, nunca supe diferenciar, si era porque estaba contento o enfadado; las manos con dedos largos, delgados, ásperos, ennegrecídas por el sol, el frío y el mucho trabajo.

Un día se puso enfermo, unas fiebres sin importancia le metieron en la cama. El médico del pueblo le puso varias inyecciones, pero estaba intranquilo, tenso, no podía perder más tiempo, el trabajo en el campo y los animales le esperaban.
Transcurrieron varios meses, no sé cuantos, cuando una mancha negra en uno de los pinchazos de su pierna derecha se hizo todavía más oscura, más grande y ya no la pudo ocultar por más tiempo. El aspecto de la pierna no era bueno. Asustadísima la familia llamó al médico. De inmediato había que hospitalizar y ya se vería...

Estaba invadida por la gangrena y tuvieron que amputarla porque su vida corría peligro.

Durante un largo tiempo estuvo desolado; la mancha le había llegado hasta el alma. Los días se llenaron de desidia para él, pereza, abandono, tristeza, permanecía inmóvil, derrotado, con las manos una encima de otra, los silencios prolongados. Le sobraban todas las horas del día, incluso las de la noche; no podía dormir.

Nunca podré olvidar el mes de julio de 1960. Cuando todo parecía perdido, de pronto se aferró a su fuerza de voluntad, a la fuerza que le había acompañado toda su vida, se sobrepuso a la horrorosa situación y de manera sorprendente aceptó su nueva realidad.

Con el cojín grande que le prepararon, una silla de enea y la pierna que le quedaba se desplazaba por los alrededores-no disponían de sillas de ruedas, hubiera sido inútil entre aquellas piedras del suelo- Su casa estaba en un rincón del pueblo y allí, resguardadas del viento en invierno y del sol en verano, se juntaban las mujeres a coser. Cada día podías encontrarle entre ellas escuchándolas y contándoles historias que le ocurrieron en los años que vivió en Francia como emigrante.

Parecía feliz y gastaba bromas, más de una mujer recogió tijeras, dedales, hilos y agujas del suelo porque el Tío Martín con astucia y habilidad había desatado los lazos del mandil y al ponerse de pie, ya se sabe, la fuerza de la gravedad... Entonces él se reía hasta caerle las lágrimas por sus mejillas.

Se hizo muy paciente, nunca se quejaba de nada. Martina, su hija, sí. Porque apenas comía.” Como un pajarito” decía.

Los años pasaban y su figura se iba deteriorando. Cada vez que yo le visitaba sus ojos eran más pequeños y oscuros; la voz más débil, la sonrisa, seguía siendo su sonrisa pero más perdida e inexpresiva, aunque mostraba serenidad.

Hasta que un día, hace ya bastante tiempo, el corazón cansado de vivir, sin avisar previamente, se paró. Todavía el recuerdo de esta persona me produce ternura y emoción.

El Tío Martín era mi abuelo.