NOTAS DE VIAJES III. Momentos de una marcha
Tengo la sana costumbre de andar por la sierra. No hay en mi vida muchas cosas que me gusten tanto como esas largas caminatas. Organizamos igual que otras veces una de ellas. Esta era hasta un poblado de cabreros que durante varios meses vivían en chozas de origen celta, en lo alto de una montaña.
Arribada
Tres horas necesitamos para llegar al remoto lugar donde nace la garganta Jaranda. Tres horas deliciosas duró la marcha, aunque no por ello menos agotadoras.
La llegada fue animada y jadeante. Las cabras descansaban en el aprisco de la caminata diaria, rumiando quien sabe qué y el cabrero sentado cabizbajo pensando quien sabe en dónde. Nos recibió con hospitalidad, íbamos a pasar la noche en su propia choza. Las paredes montañosas nos rodeaban ofreciendo su exuberante policromía. Un momento después las sombras nos encogían el alma, la respiración y nos agobiaban.
La noche.
El sueño en la choza, la duermevela, transcurrió mirando continuamente, sin ver, las ramas entrecruzadas, por donde el aire se deslizaba y producía el recital de silbidos. Miedo, mucho miedo de todo: de que los troncos caigan sobre nosotros, de los agujeros en las paredes por donde “inofensivas” culebras quieran acompañarnos o hambrientas ratas aparezcan para comer, y el sonido de las esquilas al moverse los animales se propagaban en todas las direcciones de forma repetitiva.
El alba.
Sin dormir. Deseando que viniera el día, llegó el amanecer y empecé a vislumbrar las piedras que construían la choza. Observé con regocijo que el techo permanecía en su sitio y que las culebras y ratas no habían aparecido.¿O sí?...
Fuera el tintineo de las campanillas de las cabras, berreando para que las ordeñaran.
Y el olor que nos llegaba a sopa de patatas (desayuno de cabreros)que cocían en la lumbre, nos hizo olvidar la zozobra nocturna.
La mañana.
Cando salimos de la choza, el sol nos deslumbró, acarició y calentó los ateridos cuerpos. El anfitrión saboreando con nosotros el delicioso manjar humeante que él había preparado se alejó con el rebaño. Las montañas le llamaban y esperaban. Tenía que pasar revista a su colección de fuentes y hatajos, testigos de su soledad.
La choza iluminada con los rayos solares, ofrecía una imagen muy distinta a la de la noche que le precedió. Situada al mismo borde de la garganta, con el agua saltando de piedra en piedra, reconocí algunos sonidos irreconocibles en las largas horas de la noche.
Sin las cabras, los gritos y silbidos del cabrero se respiraba allí una paz densa, pesada, apenas rota por algún buitre o águila sobrevolando nuestras cabezas.
Con saltos, descubrimientos, recogida de orégano, de tomillos salseros, observación de luces, sombras entre las peñas y comiendo unos suculentos bocadillos llegó la tarde.
La vuelta
Era la hora de volver .En la bajada de la sierra a nadie le dejaba indiferente el paisaje
¡Qué riquezas de verdes distintos! ¡Qué ordenación de elementos! ¡Qué poesía!
Llegamos a Guijo de Santa Bárbara, situado en la ladera de la montaña. Estaba en calma, alguna persona que otra, pocas. Era época de recogida de cosecha. Las casas de adobe y maderas. Sus calles empinadas. El pequeño pueblo nos recibió con las luces rojizas, cuando el azul oscuro de la tarde, hacía el relevo con la oscuridad estrellada y empezaba a anochecer.
miércoles, 26 de agosto de 2009
NOTAS DE MIS VIAJES
NOTAS DE MIS VIAJES II . POR LA VERA
Desde que pensé ir a Jarandilla hasta que tomé la decisión pasaron varios días; la idea
De montar en autobús en Plasencia para que me llevara allí, no era del todo de mi agra-
do, pero sí necesaria, lo que contribuyó a que esa idea se afianzara.
Por teléfono una voz de hombre me informó el día antes, a qué hora salía el
primero de la mañana. Para no perderlo fui temprano hasta la estación. Quizás
demasiado pronto .Allí no había nadie . El silencio lo invadía todo. Una luz tenue
iluminaba parte de la estancia. Vagabundeé por el lugar de las ventanillas, estaban
cerradas. Sentí en ese momento una mezcla entre miedo y recelo. Allí me encontraba
sola, observando unas fotografías colocadas en unos paneles, como única manera
de entretenerme, pero no podía impedir que creciera en mí la desconfianza.
De repente, apareció un señor. Le pregunté y me dijo que el coche estaba al llegar.
El billete se adquiría en ruta. Quedé mucho más relajada, sólo era cuestión de esperar.
A las siete y cuarto llegó. La puerta se abrió. Subí al autocar. Saludé al conductor y él
me entregó el billete. Una vez en el asiento miré por la ventanilla pero devolvió
reflejado mi rostro. No había amanecido aún, cuando emprendimos el viaje
el conductor , un hombre joven, muy atento y yo .Ninguno de los dos teníamos ganas
de hablar, a esas horas daba pereza.
Poco después como una visita risueña, se hizo patente la luz del día invadiendo
e iluminando todo lo que me rodeaba. Por la radio emitían noticias, no demasiado
buenas por cierto, alternándolas con música agradable, lo que permitía estar a gusto,
sin tensión, a pesar de los silencios.
En la carretera de la Vera ya, se adentró por una desviación a la izquierda, hacia
Arroyomolinos, . La calzada era más estrecha, estaba recién arreglada. El puentecillo sobre una garganta lo habían abierto al tráfico esa misma mañana, según comentó el conductor.
En Arroyomolinos en una calle empinada, tres personas esperaban en la parada del
Autobús .Era el mes en el que se empieza a adormecer el mundo vegetal, septiembre. El cielo estaba lleno de espesos nubarrones, los tejados húmedos por las primeras
y mimosas lluvias del otoño.
- ¡Vamos! ¡Vamos! ¿A qué estáis esperando? ¡Que nos tenemos que ir ! les
dijo gastándoles bromas y ellos salieron corriendo siguiéndole el juego.
Subieron al autocar y desde ese momento la conversación se animó hasta parecer
una tertulia entre amigos.
- Que si va a llover más, que los higos se van a estropear.
- ¡Pues no creas! Que si se cogen enseguida se los lava, se ponen a secar y quedan
estupendos.
- Y a las aceitunas les viene muy bien.
Así entre conversación y chascarrillos llegamos a Pasarón un pueblo precioso.
Según se abrieron las puertas del vehículo entró una ráfaga de olor a hojas podridas,
a tierra mojada, a musgo, a leña quemada . Y Luis, que así se llama el conductor,
comenzó a decir con gran algarabía ¡Ahí va, el hombre del saco! con el miedo que
me daba de pequeño. Y decían que no existía. Mira, mira si existe. Y subió entre otras
personas un hombre mayor, enjuto, encorvado con un saco de manzanas al hombro para
su hija, comentó él. Una de las señoras que acababa de subir preguntó a Luis que si iba
a Talavera de la Reina. A lo que contestó que no, sólo hasta Navalmoral, allí tendría que
tomar otro autobús. Cuando habíamos recorrido varios kilómetros se lo volvió a
preguntar. Este levantando la mirada dijo: ¿cómo tienes la cabeza?
- Yo lo he preguntado por si habías cambiado de opinión.
- Lo que debes hacer es comprarme un botijo en Talavera.
- ¡Eso está hecho! Cuando vuelva te lo traigo.
Pasamos por varios pueblos más. Por la ventana se veían los huertos cuidados, los
pequeños prados con las vacas paciendo tranquilamente, y los terneros saltando y
jugando sobre la hierba húmeda. Esta imagen se repetía con algunas variaciones de
paisaje en cada uno de ellos : Tejeda del Tietar, Torremenga, Jaraiz y en Cuacos de
Yuste recogió a un señor también mayor, un poco sordo, lo deduje por las voces que
le daba Luis y llamándole por su nombre, le preguntó por su hija y por la novia, lo
primero le contestó y lo segundo no, alguien comentó que eso no interesaba oírlo.
Atravesamos el siguiente pueblo Aldeanueva de la Vera y llegamos a mi
destino, Jarandilla. Antes de llegar, desde lo alto se veía una mole de piedra, el
castillo de los Condes de Oropesa, hoy Parador Nacional de Turismo, rodeado de
montañas y el pueblo sintiéndose seguro junto a él, cubierto parcialmente por la
niebla.
Luis, de lo poquito que hablamos cuando íbamos solos, me comentó que
había estado conduciendo por varios países europeos y que cansado de esos viajes tan
largos se estableció en Plasencia para llevar la ruta de la Vera. Este paraíso entre
montañas, de pueblos con encanto, bosques de robles, gargantas y fértiles vegas, por no
hablar de su clima y del carácter noble de sus gentes, todo esto le tienen enamorado
y vive feliz.
Me dio pena acabar el viaje, fue tan entrañable e instructivo... Había
entrado en una tertulia espontánea, con gentes de generaciones distintas, con una
filosofía añeja y sabias palabras que de una manera sorprendente en tan poco tiempo, dos horas, ejercieron sobre mí un efecto de bálsamo, de limpieza emocional y me
produjeron sensaciones olvidadas. Cuando descendí del autobús el viento de las
montañas, acompañado de pequeñas gotas de agua me dio en la cara y después de
contemplar el paisaje, los tejados oscuros, el cielo gris, inspiré y espiré el aire fresco
levantando el rostro.
Desde que pensé ir a Jarandilla hasta que tomé la decisión pasaron varios días; la idea
De montar en autobús en Plasencia para que me llevara allí, no era del todo de mi agra-
do, pero sí necesaria, lo que contribuyó a que esa idea se afianzara.
Por teléfono una voz de hombre me informó el día antes, a qué hora salía el
primero de la mañana. Para no perderlo fui temprano hasta la estación. Quizás
demasiado pronto .Allí no había nadie . El silencio lo invadía todo. Una luz tenue
iluminaba parte de la estancia. Vagabundeé por el lugar de las ventanillas, estaban
cerradas. Sentí en ese momento una mezcla entre miedo y recelo. Allí me encontraba
sola, observando unas fotografías colocadas en unos paneles, como única manera
de entretenerme, pero no podía impedir que creciera en mí la desconfianza.
De repente, apareció un señor. Le pregunté y me dijo que el coche estaba al llegar.
El billete se adquiría en ruta. Quedé mucho más relajada, sólo era cuestión de esperar.
A las siete y cuarto llegó. La puerta se abrió. Subí al autocar. Saludé al conductor y él
me entregó el billete. Una vez en el asiento miré por la ventanilla pero devolvió
reflejado mi rostro. No había amanecido aún, cuando emprendimos el viaje
el conductor , un hombre joven, muy atento y yo .Ninguno de los dos teníamos ganas
de hablar, a esas horas daba pereza.
Poco después como una visita risueña, se hizo patente la luz del día invadiendo
e iluminando todo lo que me rodeaba. Por la radio emitían noticias, no demasiado
buenas por cierto, alternándolas con música agradable, lo que permitía estar a gusto,
sin tensión, a pesar de los silencios.
En la carretera de la Vera ya, se adentró por una desviación a la izquierda, hacia
Arroyomolinos, . La calzada era más estrecha, estaba recién arreglada. El puentecillo sobre una garganta lo habían abierto al tráfico esa misma mañana, según comentó el conductor.
En Arroyomolinos en una calle empinada, tres personas esperaban en la parada del
Autobús .Era el mes en el que se empieza a adormecer el mundo vegetal, septiembre. El cielo estaba lleno de espesos nubarrones, los tejados húmedos por las primeras
y mimosas lluvias del otoño.
- ¡Vamos! ¡Vamos! ¿A qué estáis esperando? ¡Que nos tenemos que ir ! les
dijo gastándoles bromas y ellos salieron corriendo siguiéndole el juego.
Subieron al autocar y desde ese momento la conversación se animó hasta parecer
una tertulia entre amigos.
- Que si va a llover más, que los higos se van a estropear.
- ¡Pues no creas! Que si se cogen enseguida se los lava, se ponen a secar y quedan
estupendos.
- Y a las aceitunas les viene muy bien.
Así entre conversación y chascarrillos llegamos a Pasarón un pueblo precioso.
Según se abrieron las puertas del vehículo entró una ráfaga de olor a hojas podridas,
a tierra mojada, a musgo, a leña quemada . Y Luis, que así se llama el conductor,
comenzó a decir con gran algarabía ¡Ahí va, el hombre del saco! con el miedo que
me daba de pequeño. Y decían que no existía. Mira, mira si existe. Y subió entre otras
personas un hombre mayor, enjuto, encorvado con un saco de manzanas al hombro para
su hija, comentó él. Una de las señoras que acababa de subir preguntó a Luis que si iba
a Talavera de la Reina. A lo que contestó que no, sólo hasta Navalmoral, allí tendría que
tomar otro autobús. Cuando habíamos recorrido varios kilómetros se lo volvió a
preguntar. Este levantando la mirada dijo: ¿cómo tienes la cabeza?
- Yo lo he preguntado por si habías cambiado de opinión.
- Lo que debes hacer es comprarme un botijo en Talavera.
- ¡Eso está hecho! Cuando vuelva te lo traigo.
Pasamos por varios pueblos más. Por la ventana se veían los huertos cuidados, los
pequeños prados con las vacas paciendo tranquilamente, y los terneros saltando y
jugando sobre la hierba húmeda. Esta imagen se repetía con algunas variaciones de
paisaje en cada uno de ellos : Tejeda del Tietar, Torremenga, Jaraiz y en Cuacos de
Yuste recogió a un señor también mayor, un poco sordo, lo deduje por las voces que
le daba Luis y llamándole por su nombre, le preguntó por su hija y por la novia, lo
primero le contestó y lo segundo no, alguien comentó que eso no interesaba oírlo.
Atravesamos el siguiente pueblo Aldeanueva de la Vera y llegamos a mi
destino, Jarandilla. Antes de llegar, desde lo alto se veía una mole de piedra, el
castillo de los Condes de Oropesa, hoy Parador Nacional de Turismo, rodeado de
montañas y el pueblo sintiéndose seguro junto a él, cubierto parcialmente por la
niebla.
Luis, de lo poquito que hablamos cuando íbamos solos, me comentó que
había estado conduciendo por varios países europeos y que cansado de esos viajes tan
largos se estableció en Plasencia para llevar la ruta de la Vera. Este paraíso entre
montañas, de pueblos con encanto, bosques de robles, gargantas y fértiles vegas, por no
hablar de su clima y del carácter noble de sus gentes, todo esto le tienen enamorado
y vive feliz.
Me dio pena acabar el viaje, fue tan entrañable e instructivo... Había
entrado en una tertulia espontánea, con gentes de generaciones distintas, con una
filosofía añeja y sabias palabras que de una manera sorprendente en tan poco tiempo, dos horas, ejercieron sobre mí un efecto de bálsamo, de limpieza emocional y me
produjeron sensaciones olvidadas. Cuando descendí del autobús el viento de las
montañas, acompañado de pequeñas gotas de agua me dio en la cara y después de
contemplar el paisaje, los tejados oscuros, el cielo gris, inspiré y espiré el aire fresco
levantando el rostro.
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